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domingo, 16 de julio de 2017

El viejo de la montaña. Las nevadas, el visitante . 4ª parte

Si no has leído las primeras partes del relato puedes hacerlo aquí: El viejo de la montaña. La Llegada. 1ª parte.

Las nevadas

Los primeros copos de nieve pincelaron de blanco las partes altas del valle, muchos árboles sustituyeron sus verdes hojas por minúsculos carámbanos de hielo. La vida se volvió dura, complicada, el frío por las noches era tan intenso, a pesar del fuego, que la chica se acostumbró a dormir abrazada a la espalda del anciano; daba más calor que el fuego. La nieve dificultaba la búsqueda de leña para el hogar, apenas tenía tiempo para pensar, pasaban el día recogiendo leña para secarla en el interior de la cueva. Sólo meditaban los días que nevaba o llovía.
El tiempo pareció detenerse en una búsqueda constante por la supervivencia, había días que ya no se acordaba de su anterior vida, de su familia, ni siquiera de quien era. Por suerte la cueva estaba bajo el límite de la nieve, aunque las grandes nevadas descendían por todo el valle, al cesar la ventisca, el buen tiempo derretía las nieves a sus pies.
Una ventisca persistente les impidió durante una semana recoger el envío quincenal, por primera vez desde que estaba allí, pasó hambre. Una noche mientras se apretaba hambrienta y aterida de frío contra la espalda del anciano, las lágrimas brotaron de sus ojos, una pena incontenible rebosaba en su pecho; no pudo resistir más, empezó a llorar con estrépito, sin consuelo. El anciano se giró y la arropó contra su pecho, era cálido y acogedor; después de varios meses la pena de años afloró por primera vez, junto a la desesperación del momento.
Gritaba de dolor, aullaba mientras sus lágrimas corrían profusamente por sus mejillas, el anciano le acariciaba la cabeza mientras emitía un leve ronroneo con su abdomen.
Era mediodía cuando se despertó, el anciano meditaba; en la mesa un poco de comida que devoró con fruición.
El anciano se acercó a ella, “Anoche tuve que cambiarme la camisa”, fue el único comentario que intercambiaron. Estaba muy cansada pero tenía la extraña sensación de estar más ligera, de haberse liberado de algo que la oprimía en su interior. Al salir afuera y sentir el calor de los rayos del sol sobre su cuerpo sonrió.
“Ven necesito que me ayudes”, siguió al anciano de mala gana, pero se sentía optimista. “Esta mañana mientras recogía leña me he encontrado algo”, le dijo el anciano caminando entre el bosque sin girarse a mirarla. Le costaba trabajo caminar sobre la nieve blanda al ritmo del anciano, conforme la sensación de frío en sus pies aumentaba iba perdiendo el buen humor. Maldito viejo, dijo para sí.
“Creí que era un tronco, pero al tirar de él y quitarle la nieve, vi que me equivocaba”, decía el anciano mientras contemplaba el cuerpo congelado de un ciervo. “¿Nos lo comeremos?”, la chica ya se imaginaba dándose un festín. “En absoluto, la carne alimenta las pasiones y eso nos encadena al sufrimiento” dijo el anciano sin inmutarse.
La chica no pudo más, explotó maldiciendo al viejo, a su forma de vivir, a todo lo que la rodeaba; durante minutos gritó, insultó, golpeó todo lo que encontraba. Mientras el anciano sin inmutarse terminaba de desenterrar el cadáver del ciervo.
“Vamos a subirlo, necesito que me ayudes, yo solo no puedo”, cogieron el ciervo entre los dos; no podían levantarlo si no que tenían que limitarse arrastrarlo a través del bosque. “Viejo cabrón” repetía la chica mientras empujaba; caía una y otra vez al suelo tropezando por lo pesado de la carga. Tras varias horas de esfuerzo sobrehumano llegaron a la entrada de otra cueva mucho más pequeña que la suya. El viejo le indicó que mantuviera silencio.
Había huellas enormes, el anciano acercó el cadáver hasta la entrada y lo cubrió con nieve por completo. La chica lo miraba con estupor, al volver le dijo “Cuando llegue la primavera, y salga con sus cachorros hambrienta; tendrá que comer. Por el olor sabrá que hemos sido nosotros. Hay que llevarse bien con los vecinos”, esto último lo dijo guiñándole un ojo. A continuación montó a la chica sobre sus espaldas, “Te llevaré así, estás agotada”. Cuando llegaron a la cueva ya de noche la chica se había dormido, su cabeza colgaba sobre los hombros del anciano.

El visitante

Era un tarde de invierno como otra cualquiera, volvían de recoger leña al atardecer cuando el anciano le dijo, “Esta noche tendremos visita”, hacía varios días que el tiempo mostraba su cara más amable y el sol calentaba sus cuerpos sin dificultad; “Siempre viene cuando la montaña se viste de blanco y hay una ventana de buen tiempo como esta, lleva años sin faltar a su cita.”
A pesar de las preguntas de la chica, el anciano no dijo nada más durante la vuelta.
Mientras preparaba una cena más abundante de lo normal, la chica contemplaba las últimas luces del atardecer; algunas nubes comenzaron a agruparse sobre la montaña y el viento empezó a silbar. El anciano salió afuera, “Vaya, parece que se avecina una tormenta.”
Cenaron, pero a diferencia de otras noches, el anciano en lugar de acostarse se dedicó a avivar el fuego, “traerá mucho frío, esperemos que no se pierda”, afuera en la noche el viento silbaba con fuerza y la ventisca golpeaba contra la lona que cubría la puerta.
Pasaron varias horas, estaba ensimismada observando las llamas bailar sobre la fogata, cuando un golpe sordo la sobresaltó. Se giró para ver un hombre tambaleándose, junto a la entrada. El anciano se levantó rápidamente y lo llevo, casi arrastrándose junto al fuego. La chica lo miró, tenía los hombros y la cabeza cubierta de nieve; las cejas estaban heladas. “Abuelo me he perdido en medio de la ventisca al bajar… Maldita tormenta… Habían dado buen tiempo”, le costaba hablar, mientras el anciano le quitaba el pasamontañas, los guantes y el chaquetón completamente congelados.
“No he podido ponerte la vela como otras veces, la ventisca me lo ha impedido”, a la chica le pareció que el anciano se disculpaba.
“No se preocupe abuelo, no la hubiera visto de todas maneras, llevo varias horas dando vueltas por el bosque buscando la cueva… Me ha faltado poco para no contarlo.”
La chica se fijó en la mano izquierda del hombre, tenía los dedos amoratados. Miró al anciano, por primera vez vio preocupación en su rostro.
“¿Puedes mover los dedos?” le pregunto el anciano. “No” contesto el hombre tocándoselos con la otra mano. “No los acerques mucho al fuego, sino no podrás recuperarlos. Has tenido suerte de que tenga una invitada” dijo el anciano mientras le indicaba a la chica que se pusiera junto al hombre. Hasta ese momento, él no se había percatado de su presencia.
El anciano tomo la mano congelada del hombre y la puso bajo la ropa de ella contra su vientre. La chica gritó de impresión, “¿Qué haces viejo?, estás loco”. “Aguanta es la mejor manera de que se recupere” le contesto mientras se dirigía a sus estantes llenos de tarros.
La chica y el hombre se contemplaron en silencio, detrás el anciano preparaba con el mortero una mezcla de hierbas y aceite. El hombre tendría treinta y tantos años, a pesar de su edad conservaba su atractivo; hacía meses que no estaba tan cerca de un hombre, se despertó algo en ella; turbada, bajó la mirada. El no entendía que hacia esa chica allí, pero no quería preguntar; tenía unos ojos preciosos y a pesar de su horroroso peinado no podía ocultar su belleza. Con la oscuridad de la cueva y lo abultado de sus ropas no podía discernir como era su cuerpo, pero si iba en conjunción con la hermosura de su rostro debía de ser espectacular. El dolor de la mano lo sacó de esos pensamientos.
“Me duele la mano, abuelo.”
“Buena señal, eso significa que la vas a recuperar” exclamó el anciano.
El anciano se acercó a ambos, sacando la mano del vientre de la chica, la tomó entre las suyas, untándole la pomada que había preparado. Después puso una mano arriba y otra debajo de la del hombre y se concentró. La chica los observaba desde la mesa, los pensamientos y sensaciones que le había provocado la llegada del hombre le habían quitado el sueño. Le pareció escuchar que el hombre le preguntaba en susurros al anciano quién era ella. El anciano no respondió.
Se tocó el pelo, pensó que tendría que estar horrible, seguramente parecería un adefesio; quién iba a sentirse atraída por ella en ese estado. De pronto abrió los ojos como platos, le pareció ver unos destellos verdosos entre las manos del anciano, se concentró pero no vio nada; serían imaginaciones. Al rato volvió a verlos, no podían ser imaginaciones; mantuvo la concentración en las manos del anciano; al poco todo el espacio entre ellas se volvió en una luz verdeazulada que envolvía la mano del hombre. Cada vez tomaba más intensidad, aumentando de tamaño.
El anciano se levantó, “Te acostarás entre nosotros junto al fuego y mañana estarás mejor”. Se acostaron los tres, uno al lado del otro, el hombre y el anciano se durmieron rápidamente. Ella no podía, cogió con sus manos un mechón de pelo rizado del hombre, jugueteo con él durante un rato; el hombre respiraba sonoramente en su profundo sueño, le acarició la cabeza; el deseo brotaba en ella, -tanto tiempo sin follar- se dijo.
Envalentonada por el calor de su entrepierna, introdujo la mano en el saco del hombre, con cierta dificultad pudo tocarle el pecho bajo tanta ropa. Era cálido, suave con algo de vello; al acariciar un pezón, el hombre dio un respingo pero no se despertó; los suyos se habían endurecido. Paró un momento, así no conseguiría nada, ese hombre estaría agotado y con el viejo no había nada que hacer. Continuó acariciándole el pecho, mientras introdujo su otra mano entre sus piernas, hacía tiempo que estaba húmeda. Cayó en la cuenta de que llevaba meses sin tocarse, un deseo arrebatador la inundó; apretó su clítoris con fuerza mientras lo masajeaba circularmente. La otra mano acariciaba el torso desnudo del hombre, intentaba refrenar los gemidos pero el orgasmo se acercaba velozmente cabalgando sobre su clítoris. Retiró la mano del hombre y se giró dándole la espalda; introdujo los dedos en su vagina presionando a la vez con la palma de la mano. No pudo evitar gritar.
Se incorporó, el hombre y el anciano dormían sin percatarse de nada. Se echó de nuevo, se quedó dormida sin darse cuenta, con la mano todavía entre sus piernas calientes y empapadas.
A la mañana siguiente al despertar, el anciano no estaba y el hombre seguía durmiendo. Al salir fuera el solo calentaba con fuerza a pesar del frío, apenas quedaba rastros de nieve de la noche anterior. Una idea le rondaba la cabeza. Aprovechando la soledad se quitó el pantalón y las bragas; se lavó como pudo en la acequia. Le dolían las manos y las nalgas del frío. Rápidamente se puso solo los pantalones. Entró a calentarse las manos junto al fuego, el hombre seguía durmiendo; después de avivar el fuego buscó ropa limpia.
Rápidamente salió fuera de nuevo. Se quitó toda la ropa del torso, los pezones se le erizaron del frío; tiritaba mientras se lavaba las axilas y el pecho. Estaba extremadamente delgada, solo sus senos acumulaban algo de grasa. Si estuviera en casa su madre la llevaría al médico por anoréxica. El intenso dolor de las manos la hizo volver a la realidad, a que estaba semidesnuda a muy baja temperatura, se vistió y volvió a estar junto al fuego.
Preparó algo de comer caliente y llamó al hombre. Este apenas podía abrir los ojos, estaba entumecido; tardó en levantarse.
Ella ya había desayunado cuando él se sentó a la mesa, “Come que se va a helar” le dijo mientras le acercaba un tazón que apenas humeaba. Mientras el hombre tragaba esa mezcla de arroz con hierbas, la chica mantenía su mirada en él. Observando sus gestos, recorriendo cada milímetro de su rostro con la mirada. Cuando termino de comer el hombre la miró.
Es un poco rara, se dijo. “¿Te pasa algo?” dijo en voz alta sin dejar de mirarla.
Ella sin inmutarse contestó: “Pues sí, pasa que llevo aquí varios meses sola con el viejo. Sin echar un polvo en condiciones y vas y apareces tú.”
“Tengo yo la culpa”, dijo el hombre sorprendido.
“No creo”, dijo ella levantándose con desgana a fregar los cacharros.
El hombre la observaba desde la entrada de la cueva, se imaginaba que arreglada sería muy atractiva. Ella volvió adentro, colocando sus manos rosadas y entumecidas junto al fuego.
“Más tarde iré a dar una vuelta al bosque y me gustaría que vinieras conmigo”, soltó abruptamente la chica sin mirarlo. El hombre no supo que decir, permaneciendo callado.
Al rato volvió el anciano cargado de leña, sonriente como de costumbre le dijo “Te has recuperado, y tu mano ¿Cómo está?” El anciano la tomó en sus manos y la observó girándola, tenía zonas amoratadas y blancas pero con un ligero aspecto rosado. “Se pondrá bien.”
Después del almuerzo el anciano se disponía a ponerse a meditar, cuando la chica le dijo que iba a dar una vuelta; se extrañó pues nunca salía sola. El hombre, con un ligero tono vergonzoso, dijo que la acompañaba. El anciano entendió.
El hombre seguía a la chica en silencio, durante media hora se alejaron de la cueva hasta llegar al arroyo; junto a un árbol enorme la chica se acercó a él, agarrándolo de la ropa lo atrajo hacia ella; “Cuanto tiempo deseando esto” dijo mientras podía sentir la respiración del hombre en su cara.
Se besaron, primero con timidez después ardientemente; la chica introducía salvajemente su lengua en la boca de él y mordía sus labios con violencia. Estaba muy excitada. El introdujo sus manos bajo la ropa de ella, acariciando su vientre y sus pechos. Estaban duros y erectos, como los pezones. Los apretó mientras imponía su fuerza en la batalla de lenguas que se libraba entre sus bocas.
Notó la mano de la chica apretando su pene bajo su ropa, el cansancio no le impedía tener una buena erección. “Fóllame… Métemela, no puedo esperar más”, imploraba la chica mientras se quitaba los pantalones.
El la cogió a horcajadas mientras ella, a la vez que pasaba sus brazos sobre sus hombros, introducía ansiosamente la lengua en su boca. Le costaba encontrar la diana así en volandas. La apoyó contra el tronco del árbol y pudo colocar su pene en la boca del sexo de ella, que gemía sonoramente. La agarro firmemente por los glúteos e introdujo de golpe su sexo hasta el fondo de la vagina de ella, que gritó ostentosamente.
La fornicaba apretándola contra el árbol, la chica ascendía con cada embestida. No recordaba haber sentido tanto placer nunca y perdió el control de sí misma. Gritaba, mientras le mordía el cuello a él, era como si esa polla le llegará hasta su pecho. El orgasmo llegó sin avisar, sus gritos se convirtieron en alaridos y ella misma se agarró al tronco para impulsar su cuerpo ensartado en ese mástil de pasión. El hombre empezó a sentir que le fallaban las piernas, en ese justo momento el semen salió disparado inundando la vagina de ella, mientras sus gritos se unían a los de ella.
Cayeron ambos al suelo, golpeándose ella dolorosamente. Se miraron, ella resplandecía de placer; sonriendo le echo los brazos por encima y mientras le besaba le decía “Esto no ha hecho más que empezar.”
Buceo entre las piernas del hombre succionando su pene como si fuera el aire que le daba vida, al poco tenía otra erección. “Metémela por detrás” le dijo mientras se apoyaba en el árbol.
La vagina le recibió con alborozo, totalmente húmeda y caliente; el hombre no pudo ni reparar en los arañazos que tenía la chica en el culo. El orgasmo de ella era muy sonoro, no recordaba nunca haberse corrido con tanta facilidad, pero mientras se golpeaba con el tronco por las embestidas de él, no pudo darse cuenta de eso. El sexo le ardía y mientras gritaba era como si ese calor llegara hasta su pecho, empujado por las ondas musculares que producía el orgasmo en su vagina.
El hombre jugueteaba con su ano húmedo y abierto con sus dedos, mientras la penetraba. Le excitaba que a ella le gustará eso. Decidió probar suerte, pocas veces había tenido la oportunidad de penetrar ese lugar. Sacó su pene de la vagina de ella y comenzó a frotarlo contra el ano, ella parecía que no se había dado cuenta pues seguía gritando igual. Empujo contra el ano introduciendo el glande con facilidad, estaba igual de cálido y húmedo que la vagina no podía creerlo. Lentamente introdujo el resto del pene en la estrechez del ano, la chica seguía gritando de placer.
Lo recorría con su pene desde la abertura hasta el fondo, primero suavemente, después cada vez más rápido; ahora era él quien también gritaba. Le ardía el sexo y sentía como sus conductos se llenaban de semen, pronto explotaría. La chica clavaba sus uñas en la corteza del árbol continuando con su orgasmo extendido; loca de placer sintió unas violentas embestidas que la llenaban por dentro, algo ascendía por su espalda; sintió una enorme presión en la cabeza, mareándose. Se cayó al suelo mientras él la soltaba sacando su pene ardiente y dolorido de su ano.
Mientras él se sentaba en el suelo gimiendo de placer, a ella le daba vueltas la cabeza tumbada en el suelo con las piernas abiertas frente al hombre. Nunca había follado con nadie como ella, se dijo el hombre, ni había visto un sexo tan grande y receptivo. Se preguntó si follaría con el viejo.
Bastantes minutos después se vistieron al empezar a notar el frío circundante. Sin cruzar palabra en todo el camino de vuelta, llegaron al atardecer a la cueva.
El anciano les esperaba con la cena preparada. Comieron los tres en silencio, pero la chica no pudo terminársela sentada y tuvo que hacerlo de pie. No podía estar mucho tiempo sentada. El anciano le pregunto qué le pasaba. “Nada viejo, que me he caído en el bosque y me he arañado el culo”, dijo la chica con evidente disgusto.
“Déjame ver”, dijo el anciano acercándose a ella. La chica se bajó un poco el pantalón enseñándole los glúteos arañados al anciano. “Vaya, vaya” fueron sus palabras mientras se dirigía a sus estantes con plantas.
Preparó una pomada y mientras se la untaba en los arañazos del culo a la chica dijo: “eso pasa por follar contra un árbol”, riéndose sonoramente.
“Viejo de mierda, mirón asqueroso” grito ella, acostándose y envolviéndose completamente en las mantas con evidente malestar.
Los dos hombres permanecieron en silencio. Al tiempo el anciano le dijo “Tendrás que irte mañana a primera hora. No puedes quedarte más tiempo aquí… Además ya estás recuperado”. El hombre asintió a la vez que se escuchaba a la chica bajo la manta decir: “Viejo hijo de puta.”
El hombre se sentó junto al anciano. “¿Por qué no viene usted conmigo?, baje de esta montaña. Podría enseñar. Se lo he dicho muchas veces, puedo conseguir dinero para construir un monasterio, seguiría su práctica y podría tener discípulos. No se perdería su enseñanza.”
“No tengo nada que enseñar, todo a nuestro alrededor es la enseñanza, sólo tienes que verlo… Además ya tengo discípulo” dijo señalando al bulto escondido bajo las mantas mientras se reía. El hombre lo miró con incredulidad.
A la mañana siguiente cuando la chica despertó, él ya no estaba.









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